Monumento a los zapatos viejos en Cartagena de Indias.
Ya se sabe que todas las mujeres somos vanidosas, unas más que otras pero todas lo somos, no me excluyo para nada.
Pues bien, con motivo del viaje a Gotemburgo para celebrar las Jornadas Pedagógicas, este fin de semana pasado y a las cuales pudimos asistir todos los profesores del español de Västerhöjd, tuve la brillante idea de comprarme un par de zapatos nuevos. Mi vanidad no llega al extremo de que a pesar de ser baja, me quiera alargar comprando zapatos de tacón alto (nunca los he resistido), pero sí algo menos viejo y usado para una ocasión especial.
Después de buscar en unas cuantas zapaterías, tampoco es que haya demasiadas como para volverse loco escogiendo en nuestra pequeña ciudad, conseguí un par que aunque no me satisfacían cien por ciento, pensé serían los mejores en cuanto a precio, color y sobre todo comodidad. Naturalmente me los medí, caminé un poco en el almacén y constaté que eran suaves. Conclusión, esos fueron.
Ahora, a quién diablos se le ocurre comprar un par de zapatos nuevos y aún más llevarse tan solo ese par, sabiendo que lo más probable era que fuéramos a caminar. Y es más, cada vez que de niños nos compraban zapatos nuevos teníamos que “amansarlos” antes, sí como a un animal, es decir ponérnoslos un poquito cada día hasta que ya no nos molestaran. Eso lo sabe todo niño. Hasta yo lo sabía.
No sé si a alguna persona del sexo masculino se le ocurra estrenar zapatos para caminar pero el caso es que ya camino a la estación de trenes (vivo a 10 minutos de allí) presentí mi futuro sufrimiento. Dicho y hecho.
Un martirio. Desde el comienzo hasta el fin. De no haber sido por todo lo positivo de las jornadas: los interesantes seminarios, la visita a la Feria del libro (ver y oír a Isabel Allende en vivo y a un metro de distancia) mis colegas y la alegría de encontrarme con viejos amigos hubiera sido el fin de semana una catástrofe.
Aún hoy, una semana más tarde estoy sufriendo las consecuencias de mi vanidad y esto me ha hecho pensar todo el tiempo en el monumento a los zapatos viejos, el cual veía desde niña cada vez que íbamos a Cartagena, huyendo del Carnaval de Barranquilla.
Es así, tal cual, como su nombre lo dice un monumento a un par de zapatos viejos. Siempre nos daba risa de niños y es en realidad una ocurrencia graciosa, hacerle un monumento a un par de botas viejas.
El monumento está localizado en la parte trasera del castillo de San Felipe y es un homenaje a uno de los más grandes poetas cartagenero, Luis Carlos López y a su obra más popular ”A mi ciudad nativa”. Lo hizo el escultor Héctor Lombana quien murió ya hará un año, el 19 de octubre del 2008 a los 78 años. Por cierto, ha sido el creador de la estatuilla de la India Catalina, el premio oficial del Festival Internacional de Cine de Cartagena e indudablemente mucho más hermosa que la del insecto de Suecia.
Pueda ser que Héctor pasó por una experiencia como la mía y he allí el resultado. Ahora comprendo el verdadero valor del monumento, lo miraré con otros ojos cuando vuelva a esa hermosa ciudad colonial.
Texto: María Clara Álvarez
Ya se sabe que todas las mujeres somos vanidosas, unas más que otras pero todas lo somos, no me excluyo para nada.
Pues bien, con motivo del viaje a Gotemburgo para celebrar las Jornadas Pedagógicas, este fin de semana pasado y a las cuales pudimos asistir todos los profesores del español de Västerhöjd, tuve la brillante idea de comprarme un par de zapatos nuevos. Mi vanidad no llega al extremo de que a pesar de ser baja, me quiera alargar comprando zapatos de tacón alto (nunca los he resistido), pero sí algo menos viejo y usado para una ocasión especial.
Después de buscar en unas cuantas zapaterías, tampoco es que haya demasiadas como para volverse loco escogiendo en nuestra pequeña ciudad, conseguí un par que aunque no me satisfacían cien por ciento, pensé serían los mejores en cuanto a precio, color y sobre todo comodidad. Naturalmente me los medí, caminé un poco en el almacén y constaté que eran suaves. Conclusión, esos fueron.
Ahora, a quién diablos se le ocurre comprar un par de zapatos nuevos y aún más llevarse tan solo ese par, sabiendo que lo más probable era que fuéramos a caminar. Y es más, cada vez que de niños nos compraban zapatos nuevos teníamos que “amansarlos” antes, sí como a un animal, es decir ponérnoslos un poquito cada día hasta que ya no nos molestaran. Eso lo sabe todo niño. Hasta yo lo sabía.
No sé si a alguna persona del sexo masculino se le ocurra estrenar zapatos para caminar pero el caso es que ya camino a la estación de trenes (vivo a 10 minutos de allí) presentí mi futuro sufrimiento. Dicho y hecho.
Un martirio. Desde el comienzo hasta el fin. De no haber sido por todo lo positivo de las jornadas: los interesantes seminarios, la visita a la Feria del libro (ver y oír a Isabel Allende en vivo y a un metro de distancia) mis colegas y la alegría de encontrarme con viejos amigos hubiera sido el fin de semana una catástrofe.
Aún hoy, una semana más tarde estoy sufriendo las consecuencias de mi vanidad y esto me ha hecho pensar todo el tiempo en el monumento a los zapatos viejos, el cual veía desde niña cada vez que íbamos a Cartagena, huyendo del Carnaval de Barranquilla.
Es así, tal cual, como su nombre lo dice un monumento a un par de zapatos viejos. Siempre nos daba risa de niños y es en realidad una ocurrencia graciosa, hacerle un monumento a un par de botas viejas.
El monumento está localizado en la parte trasera del castillo de San Felipe y es un homenaje a uno de los más grandes poetas cartagenero, Luis Carlos López y a su obra más popular ”A mi ciudad nativa”. Lo hizo el escultor Héctor Lombana quien murió ya hará un año, el 19 de octubre del 2008 a los 78 años. Por cierto, ha sido el creador de la estatuilla de la India Catalina, el premio oficial del Festival Internacional de Cine de Cartagena e indudablemente mucho más hermosa que la del insecto de Suecia.
Pueda ser que Héctor pasó por una experiencia como la mía y he allí el resultado. Ahora comprendo el verdadero valor del monumento, lo miraré con otros ojos cuando vuelva a esa hermosa ciudad colonial.
Texto: María Clara Álvarez
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